La ceguera y el silencio de la lealtad

 La ceguera y el silencio de la lealtad

Solemos pensar la lealtad como un valor en sí mismo, pero muchas veces callamos algo por lealtad. Puede ser desde lo más inocente hasta lo más peligroso.


Redacción

Diario Río negro

Columna psicopedagógica 

Laura Collavini. Psicopedagoga

https://www.rionegro.com.ar/en-casa/la-ceguera-y-el-silencio-de-la-lealtad-2136656/

ENERO 30, 2022 5:00 AM



Escuchar. Cuando un niño o una niña dicen que no quieren estar con alguien es por algo.

“¿Cómo vas a pensar mal de tu abuelo?” “¿Cómo vas a decir eso de tu primo?” “¡Anda con tu tía que te está invitando!” “¡Siempre haciendo escándalos cuando tenés que quedarte con él!”. “Es mi pareja y punto. Aguantátela.” ¿Qué hacemos por lealtad? ¿Qué ofrecemos a cambio? ¿Qué callamos? ¿Qué entregamos?

Analicemos el significado para luego mirar cómo nos involucra a cada uno: Sentimiento de respeto y fidelidad a los propios principios morales, a los compromisos establecidos o hacia alguien.

La lealtad es un principio que básicamente consiste en nunca darle la espalda a determinada persona o grupo social que están unidos por lazos de amistad o por alguna relación social, es decir, el cumplimiento de honor y gratitud, la lealtad está más apegada a la relación en grupo. La lealtad es un cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor. Es una virtud consistente en el cumplimiento de lo que exigen las normas de fidelidad, honor y gratitud. Adhesión y afecto por alguien o por alguna cosa.

Son definiciones que describen, básicamente aquello que solemos realizar consciente o inconscientemente. Solemos ser leales a varias instancias, nos guste o no. Enumeremos algunas sólo como para hacer referencia general. Cada uno tiene lealtades individuales concretas: Religión, país, música, familia, persona, equipo deportivo, costumbres, etc.

Solemos pensar la lealtad como un valor en sí mismo, como lo describe la definición, “una virtud”. La lealtad nos otorga el beneficio de la pertenencia. Mientras estemos de acuerdo con las costumbres y/o creencias, somos parte. Esta “pertenencia” es acompañada por una sensación de ausencia de soledad, de caminar la vida con alguien más, muchos o pocos, pero con alguien más.

Con fines didácticos voy a tomar el ejemplo de la religión. En general, todos fuimos atravesados en nuestra historia por alguna e incluso, la ausencia de la misma en nuestro desarrollo, también implica lealtad.

Cualquier religión tiene sus creencias, doctrinas. Quienes la practican deben ejercer varias de ellas para ser parte. Deben ser leales. Los que nacimos, por ejemplo, bajo costumbres de religión católica, podemos no comprender muchos “rituales”, costumbres, pero es necesario creer, confiar, entregar nuestra energía espiritual en favor de un supuesto bien mayor.

En el amor a un equipo de fútbol, sucede algo intenso. Los futboleros no cambian de equipo, aunque sea el peor. Lo defienden, lo sostienen, tapan los errores; el fanatismo llega a extremos peligrosos, pero con la necesidad de sostener a una pertenencia.

Podríamos asociarlo entonces a la imposibilidad de ver con claridad. La ceguera de la lealtad. La imposibilidad de hablar por ser fiel a algo o alguien. Por supuesto que no siempre es así y estoy poniendo lupa a estas cuestiones para observarlo de cerca, con ánimo de acompañar a la reflexión y es necesario que no se asocie con una noticia amarillista.

Cuando un niño o una niña dicen que no quieren estar con alguien es por algo. Cuando no quieren entrar a un lugar, también. Solemos “ningunear” las reacciones de la infancia. Las etiquetamos de capricho de una forma demasiado liviana, “son cosas de chicos” como si eso fuese sinónimo de mentira, exageración o manipulación.

Cuando dicen que no les gusta estar en tal lugar, sería bueno escucharlos. Tal vez no sea que algo malo suceda allí, o tal vez sí. Pero algo les indica que prefieren alejarse. Es ese sensor interno que mide y no falla. A veces, es el lugar que no tiene que ver con ellos, otras las actitudes, otras algunas reacciones que no saben cómo expresar que no les gusta o se sienten menospreciados. Tal vez ya pasó el tiempo de estar ahí, o no saben cómo manejar las emociones. Infinidad de posibilidades. Pero todas son ciertas.

¿Con qué recursos cuenta un niño para decir que es abusado, por ejemplo? Es un tema sumamente delicado, lo sé. Pero en algún momento hay que poner el tema sobre la mesa y dejar de tomarlo como un secreto. Cuentan como todos, con la palabra. Con la reacción corporal.

“¿Pero ¿qué pasa si hablo no me creen? Me van a tratar como un loco o mentiroso. Mejor me callo”. “Si hablo se van a pelear, no quiero causar problemas. Mejor me callo». “Tal vez me equivoque porque si mis papás me dejan ahí debe ser que está bien. Mejor me callo”. “Es el mejor amigo de la familia, el equivocado debo ser yo. Mejor me callo”. “Van a poner preso a mi hermano por mi culpa. Mejor me callo”.

Los abusos pueden ser físicos, pero también emocionales y suelen suceder en lugares familiares, de confianza. Todos callamos algo por lealtad. Puede ser desde lo más inocente hasta lo más peligroso. Los niños aprenden a hacerlo también desde muy pequeños.

Transmitimos y enseñamos modalidades vivenciadas. Silencios que tuvimos que sostener por amor, porque sentimos que no nos iban a creer. La imaginación puede ser frondosa e inventar historias y armar relatos fantásticos. Pero cuando un niño o una niña dicen ahí no quiero ir. No quiero estar. Invito a parar las orejas y poner en pausa la lealtad y la comodidad.

Por Laura Collavini.-

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